Críticas distantes

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Una viñeta de Le voyage dans la Lune (1902). Si bien, ser un pionero es un mérito por sí mismo en campos como la exploración geográfica y científica; en el arte, ser el primero no significa siempre ser el mejor, o que esto, en sí mismo, signifique algo bueno.

No hay ningún valor en sí en hacer ciertas críticas. Cada espectador verá una película diferente, a veces por completo opuesta, a la de cualquier otro. Lo que para unos será una tragedia para otros parecerá otra cosa, incluso una comedia. Donde alguien verá un símbolo, otro no verá nada. Pues en ciertos casos, cuando nada es forzado en un filme y todo parece fluir con naturalidad, es entonces casi como la vida misma; aquel que observa, es quien vive la cinta de tal manera. En un primer nivel hay en todo filme, un guion, una secuencia de hechos e imágenes, pero si detrás hay también una obra, y uno o varios artistas, entonces hay también algo no verbal oculto, algo que no se puede reducir al simple argumento o sus imágenes, algo que actúa de un modo inconsciente, es decir que se experimenta de modo no verbal, algo que puede estar abierto a una infinidad de interpretaciones.

Kubrick menciona en una entrevista con Joseph Gelmis en 1969:

Hay áreas que prefiero no discutir, porque son altamente subjetivas y van a diferir de espectador a espectador. En este sentido el filme será cualquier cosa que el espectador vea en él. Si el filme agita las emociones y penetra en el subconsciente del espectador, si estimula, aunque sea de manera contraria, sus anhelos religiosos y míticos, sus impulsos, entonces este habrá tenido éxito.

Pero Kubrick también afirma en otra entrevista, esta vez con Andrew Bailey:

Si usted acepta la idea de que uno ve un filme en una especie de estado de «sueño diurno», entonces este contenido simbólico onírico, llega a ser un poderoso factor en influenciar sus sensaciones hacia la película. Desde que los sueños pueden llevarlo a usted dentro de áreas, las cuales puede que nunca sean una parte de su mente consciente, pienso que una obra de arte puede «operar» en usted, en muchas formas, del mismo modo como un sueño lo hace.

De este modo la mente tomaría un filme por un sueño o una visión, aunque el espectador no fuera del todo consciente de esto.

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Hay, en la historia del cine, una historia de experimentación, una retroalimentación constante entre los directores y el público, experimentando con ciertos tempos y ciertas velocidades, en busca de los límites a los cuales el cerebro humano puede llegar. No es que el espectador evolucione; es que cada vez que se corre más estos límites, se descubre que lo que antes se había dado por inescrutable, en realidad no lo es tanto para el cerebro. Los niños de hoy no se diferenciarían biológicamente de aquellos de hace cien años; sin embargo desde temprana edad, estos son capaces de comprender el ritmo vertiginoso de las producciones de cine más recientes. El sistema se fuerza sobre los espectadores, buscando siempre hasta donde estos pueden llegar.

Como en la parábola de Kubrick, en su tortura audiovisual de A Clockwork Orange (1971), los espectadores de una sala de cine son en cierto sentido, cobayas del director.

Y es que el cine de Kubrick, es en sí, un cine sobre el propio cine; lo que se hace evidente cuando se ve la proliferación de pantallas en 2001.

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No obstante, el cine, en sentido estricto, desde un punto de vista humano, puede considerarse más una involución del teatro y la opera, que un paso adelante. El primer cine dio sus primeros estertores como un hijo bastardo, más próximo al circo que al propio teatro. Las primeras películas surgieron como eso y nada más, espectáculos creados para encandilar al gran público.

Para el mismo Kubrick, aun en 1969, el cine no se había descubierto todavía a sí mismo como medio.

Cuando se filmó Le voyage dans la lune (1902), ya para esos años había superproducciones con grandes efectos especiales y complejas historias dramáticas ante las que este viaje palidecía: ya en 1876 Wagner había estrenado Der Ring des Nibelungen; lo que él denominó el arte total ya existía. Igualmente Julio Verne y H. G. Wells ya habían publicado sus obras, y estas eran mil veces más inteligentes que lo que se ve en este corto.

El viaje a la Luna, se compone de una serie de viñetas simples, más próximas al arte popular de la postal que a la pintura. Las composiciones son básicas; los medios técnicos eran todavía demasiado insuficientes. Es un pastiche. El único mérito de esta cinta es el de haber abierto un camino. Pero si ser un pionero es un mérito por sí mismo en campos como la exploración geográfica y científica, en el arte, ser el primero no significa siempre ser el mejor, o que esto, en sí mismo, signifique algo bueno.

Solo algo más de media centuria después, Kubrick filmaría 2001.

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Luego, hay ciertas cintas que la tiranía de la crítica, obliga por fuerza al cinéfilo a apreciar. En el caso de Pulp Fiction (1994), se asiste a un claro exponente de esta sobrevaloración.

Solo cuando se ve este filme con los lentes apropiados, aquellos como los que propone Carpenter en They Live (1988), se comprende el error. Aunque un par de segmentos tienen algún interés, el resto es tedioso y de mal gusto. Los personajes son meras caricaturas. El drama es ridículo, las historias banales, las pretensiones posmodernistas vacías, la fotografía dista mucho de estar bien equilibrada. El uso de una narración no lineal, no podía considerarse tampoco algo novedoso o meritorio por sí mismo, a aquellas alturas de la centuria.

Pulp Fiction solo parece ahora un intento exitoso en bajar aun más los estándares artísticos de la industria, para atraer más público y por ende, más ganancias. A partir de ahí, los críticos se dedicarían a ensalzar cualquier cinta pastiche como en una especie de marcha del orgullo por el mal gusto; como si el mal gusto fuera una virtud.

Un par de escenas son interesantes; en general el cine de Tarantino es un cine sobre conversaciones de café o restaurante, conversaciones que tratan de parecer profundas pero que en realidad no lo son. Pero fuera de ahí todo es repetitivo y anodino; en retrospectiva, un anuncio de la mediocridad cada vez mayor en que iba a caer Hollywood, pero esta vez con orgullo de su mediocridad. Por detrás de su pretendida violencia, supuestamente revolucionaria, Pulp Fiction era solo tan inofensiva y políticamente correcta como sus fanáticos; en la ficción amarilla, los matones son así solo porque viven en un mundo de violencia. En el universo de Tarantino la violencia parece estar bien, pero solo porque los supuestos oprimidos (perdedores, drogadictos, minorías raciales, mujeres) son aquellos que la ejercen con más contundencia. Existe siempre cierto maniqueísmo ideológico.

La violencia es interesante en el cine cuando se nos muestra desde un punto de vista profundo el interior del ser humano, las posibilidades horrendas que da su libre albedrío, o su propia situación existencial en el universo como un ser finito, cuando confronta al espectador con algo o con él mismo; por esto es interesante en el extremismo francés o en cierto cine de horror. Pero en Pulp Fiction no hay nada profundo, nada que diga nada, ni siquiera las escenas violentas son verdaderamente violentas: son solo caricaturas de la violencia. Se nos enseña a disfrutar con el mal gusto, a verlo como algo cool.

Pero la realidad era que la cabeza estaba vacía y amodorrada luego de salir de la sala, que ningún personaje producía nunca ningún tipo de empatía; pero la propaganda fue siempre tan efectiva que casi nadie pudo dejar de verla como una buena película, a pesar de sus aspectos repulsivos sin sentido y su mediocridad cinematográfica, la falta evidente de un guion, de una historia que contar.

No extraña que Tarantino no sea un fanático de Kubrick. Él se encuentra al extremo opuesto del espectro.

El cine de Tarantino se ha revelado con el tiempo como un cine de propaganda. Por fortuna, hoy se puede ver en retrospectiva a Pulp Fiction, como el primer peldaño en el hundimiento artístico y conceptual de este director, si bien también, como su primer ascenso en el gusto de las masas.

The Love Witch: brujería arquetípica

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The Love Witch (2016).

Toda magia tiende a reemplazar la realidad con una realidad más perfecta. Y toda obra de arte tiende en este sentido, a la magia. En The Love Witch (2016), el feminismo acude al pensamiento mágico como último recurso. El reciente estado de culto de este filme propagado desde los grandes medios, no debe obviar el hecho de que se trata ante todo de un filme de autor, que opera en este caso mediante el pastiche. La directora, Anna Biller, usa los actores y decorados, la propia cinematografía, como una casa de muñecas, en la que el verdadero drama no se da entre seres humanos de carne y hueso, a pesar de su eventual desnudez, sino entre entidades simbólicas. En algunas escenas esto es evidente: a pesar de la estética retro setentas, vemos en las calles vehículos modernos y cuando menos se lo espera un teléfono celular; como si la directora quisiera manifestar de este modo al espectador la falsedad de toda reconstrucción histórica, y que en realidad todo ocurre a un nivel puramente simbólico; la estética y el decorado solo son formas con que se viste a estos símbolos, y su uso nace más de un gusto personal que de pretendidos homenajes.

The Love Witch es como el universo ideal de las teorías feministas de opresión de género; solo en un universo ideal estas teorías pueden tener algún sentido. La directora parece consciente de esto; ella hace incluso una crítica explícita a la apropiación por la ideología de izquierda de la llamada revolución sexual. Pero lo que la autora olvida o pasa por alto es que no solo para las mujeres no ha habido en realidad nada beneficioso en la política de libertad sexual; tampoco para los hombres ha sido una panacea. Hombres y mujeres se han perdido en un universo de estereotipos y falsas expectativas, tal como lo hace la dueña de la casa de muñecas que es este filme.

De forma lúcida, podemos hallar más pistas en lo que no vemos, que en lo que vemos. En el universo de The Love Witch, no hay niños ni nacimientos, como si el único propósito del sexo fuera el placer mismo. No hay cristianismo ni iglesia como opuesta al «mal». Todo lo que está ausente de las visiones idealizadas del género, sean estas ideológicas o políticas, también está ausente de esta cinta. No hay fertilidad y los únicos sacrificios se hacen en aras del propio placer. La única religión que aparece en la cinta es la religión Wicca, en una especie de culto neopagano (como un estereotipo también, otra ilusión); pero aquí no opuesta a una estructura cristiana, sino a una civilización materialista. El rechazo de la brujería de los aldeanos parece el rechazo a todo aquello no material, incluyendo en esto, por supuesto, el rechazo de cualquier símbolo.

De forma extraña las teorías de opresión patriarcal son igualadas de este modo con la creencia irracional en la brujería; aquellos que rechazan la brujería son también aquellos que rechazarían el feminismo. Y cuando la bruja es cuestionada sobre sus creencias, sus respuestas son lógicas y racionales, tal como lo haría también una feminista entrenada; su magia es solo una extensión de la voluntad, que solo trabaja ahí donde el terreno ya es fértil. Esta racionalidad, o apariencia de racionalidad, pareciera chocar con la victimización de la bruja. Si en realidad el asesinato y la psicopatía provienen del abuso, la mente de la bruja debería ser todavía más fragmentaria.

Hay una identidad entre el feminismo y la brujería; como también con la liberación sexual y el culto Wicca. Pero más allá de estos elementos, está la premisa central del argumento, el aspecto mágico. Solo aquí encontramos aquello que rescata al filme de convertirse en un mero pastiche sobre los roles de género, en este contexto de liberación y estética de los setenta.

A mitad de la cinta, cuando se entra del todo en el universo mágico, en una especie de ceremonia medieval, de simbolismo evidentemente alquímico, cuando el rey y la reina deben contraer su matrimonio imaginario, no consumado, es ahí donde el filme se aparta del cliché y entra al terreno de lo arquetípico más que de lo ideológico. Esta escena es central en todo sentido, y es una pequeña obra maestra en sí misma. A partir de ahí el espectador avisado podrá interpretar entre líneas: bajo el entramado aparente de pastiche y banalidad, en un nivel profundo, en realidad se asiste a un viaje del espíritu. La música folk de inspiración medieval acompaña este cambio, reemplazando los opresivos tonos de los temas de Ennio Morricone reciclados para la cinta, por melodías ingenuas interpretadas en arpa y lute. La inmersión en este universo mágico, da la impresión de ser casi accidental, algo que tal vez no estaba en un principio en los planes del filme. La autora no parece querer dar ninguna pista al respecto.

Más allá de este punto, la obvia identificación entre el feminismo y la brujería (y la liberación sexual y el culto) parece torcerse. No es psicopatía lo que hace indiferente a la bruja a las emociones humanas; como símbolo del amor y el sexo (la Bruja del Amor), o del principio femenino de destrucción, en la bruja todo sentimiento solo puede ser dirigido hacia un único punto, hacia el objeto de deseo, la idea de este objeto; es en este egoísmo donde encontramos su verdadera naturaleza, de algo por igual enfermizo y mágico. Y como toda hechicería, esta magia, solo puede manifestarse en su plenitud en un universo ideal. En el mundo material, solo lleva a la desgracia. De ahí que al final, en el último embrujo, la bruja deba renunciar a la realidad visible, para obtener su recompensa solo en el mundo eterno. Como de la unión alquímica, de su último crimen surgirá algo nuevo. Y solo así, su hechicería, en este sentido, conseguirá alcanzar su plenitud, dentro de un estado de enfermedad mental, o lo que es lo mismo, una extrema sensibilidad hacia lo invisible.